domingo, abril 29, 2007

El manejo de los tiempos.


Recuerdo haber acudido una vez, hace ya tiempo, a mi abuelo, enfadado porque mi padre no me dejaba ir a una fiesta en el colegio en la que estaría la niña que entonces me gustaba. Tenía yo nueve años y lo que me dijo al ver mi enfado nunca se me olvidará: "Hermoso, tú cuéntame qué tal lo pasas en las fiestas cuando tu padre te deje ir".
Entendí después que, en mi berrinche infantil, me había saltado dos pasos, y que a mi padre debería pedirle permiso y a mi abuelo en todo caso contarle las anécdotas, y no al revés.

A Messi, heredero presunto de Maradona, la vorágine del fútbol ya le ha encontrado un presunto heredero, Bojan Krkic. Viene a ser algo así como el sucesor del sucesor, y eso que aún no están claros lo términos de la primera herencia.
Decía el músico Héctor Berlioz que parece que el tiempo es un gran maestro; lo que ocurre es que va matando a sus discípulos. No me quiero imaginar qué no será cuando ese mismo tiempo lo queremos manejar entre todos y si los discípulos parecen los herederos de la fortuna global de nuestro fútbol. Si nos negamos a darles tiempo para crecer, cedamos al menos espacio para que cojan aire porque al final nos vamos a agobiar entre todos.

Bojan tiene unas cualidades excelentes y un futuro arrollador. Viene pisando fuerte, con la seguridad que le da un perfil extraordinario, lo que siempre es signo de firmeza.
Pero paremos aquí los halagos, llevémonos los focos a otra parte y relajemos el diagnóstico.
La costumbre del lugar es saltarse los tiempos, y además a la torera. Otro ejemplo cercano: los refuerzos del Real Madrid en verano pasaban por el rostro adusto de Capello y guerreros de leyenda como Emerson o Cannavaro. Para darle un giro a la apuesta, en invierno llegaron dos jóvenes argentinos de talento y aires despistados y conocidos por "Pipita" y "Pintita". Ahora los conocemos más por sus defectos que por sus virtudes salvajes porque seguimos sin entender los procesos de adaptación y ensamblaje de las apuestas.

Cuando a mí se me ocurrió saltarme una generación, falté al respeto a mi padre, pero contaba con la excusa de ser un niño; nuestro fútbol tiene tanta vida a sus espaldas que no hay disculpa para tanta prisa y tanto ajetreo. Porque no aprendemos que el fútbol se maneja también en el tiempo y le estamos faltando al respeto.

Foto: www.bojan-krkic.com

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miércoles, abril 25, 2007

El factor suerte.






Una de las cosas más excitantes del fútbol es sentirse capaz uno mismo de dar una explicación convincente para cada partido y para cada tendencia. Pasan tantas cosas a la vez que el ojo aficionado termina por fijarse sólo en la pelota y a partir de ahí emite sus conclusiones. Por eso, el recurso a la buena o mala suerte es tan usual, porque parece colocarnos en disposición de distinguir lo meritorio del azar, lo que realmente nos excita como aficionados.

Haciendo memoria, uno de los resultados más inesperados fue el del célebre Maracanazo, la final del Mundial de 1950 en que, contra todo pronóstico, Uruguay se impuso a Brasil en Río y sumió a toda la nación en una histeria depresiva común. Nadie supo explicar aquella pesadilla y más allá de motivos futbolísticos, el país terminó por asumir como ciertas algunas demostraciones peregrinas. Así, el meta de aquel infortunado equipo, Barbosa, declaraba en 1993: "En Brasil, la máxima pena que se puede imponer por un delito es de treinta años. Yo llevo cumpliendo cuarenta y tres por uno que no cometí". Le acababan de prohibir el acceso a una concentración de Brasil por gafe ...
Son los riesgos de recurrir a la suerte como factor decisivo en el fútbol, y lo cierto es que el pobre Barbosa pagó su pena de por vida, cuidando el césped de Maracaná hasta su muerte.


En el fondo, es el mismo argumento de casi siempre (uno tiene claras un par de ideas, no muchas más): como el fútbol se alejó de la pelota, cada vez hay más equipos que viven del detalle. Sólo les interesa el balón de vez en cuando, sólo hacen por tenerlo si detectan cercano el momento puntual que esperan, así que el ojo aficionado sólo repara en sus intentos meritorios a ratos.
Lo que para un desafortunado han sido unos centímetros de menos, el fútbol del detalle ve centímetros de cercanía; lo que para unos son ochenta y nueve minutos de pura pasión contenida, para los otros ha sido un minuto de explosión cerebral.
El acierto y la capacidad competitiva en el tiempo y en el espacio: éso es la suerte. Claro que jugar bien al fútbol es otro cantar, pero no hay tantas cosas que ocurran por casualidad en un partido.
Fotos: Marca, EFE

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martes, abril 24, 2007

Festejo obligado.


Hace ya tiempo leí un pequeño libro, "Una teoría de la fiesta", escrito por Josef Pieper, y lo he recordado en más de un momento últimamente. Fue escrito hace cuatro décadas, pero en cada página arroja una explicación convincente para muchas derivas de la sociedad de hoy en día. Más allá de las referencias culturales y de los riesgos del nihilismo, Pieper trata de demostrar que el mundo se aleja de la fiesta verdadera y la sustituye por sucedáneos marcados por el trabajo y la falta de apego al día a día de este mundo. Si el fútbol es un espectáculo cada vez más lejano al espectador y la vida un camino ajeno a la fiesta verdadera, ¡cuánto nos aburrimos!

Por continuar con las referencias literarias, los "versos más tristes" de Neruda enseñaban que el amor es muy corto y el olvido muy largo y seguramente por eso es tan saludable disfrutar cada minuto de amor, sobre todo cuando parecemos condenados a sentirnos olvidados tantas eces en la vida.
Los tiempos afectivos en el mundo del fútbol, tan dado a la exageración del instante, funcionan de la misma manera, así que enamorarse en el triunfo es el único modo de contrarrestar la carga dramática del juego, los sentimientos personales al unísono, la sensación de eterno retorno.

Esa sensación debe ser la única forma de explicar el fútbol desde la derrota. Por eso, uno observa y no comprende la fría celebración del Olympique de Lyon de su sexto título consecutivo en Francia. Jugadores con media sonrisa, otros casi obligados por pudor a quitarse la camiseta y acercarse a su afición, ... Todo muy frío, muy desangelado, muy asumido. Tanto que estoy convencido de que hay saques de esquina que se festejan con más pasión en Inglaterra en un partido cualquiera, por ejemplo.

Se trata de algo mucho más complejo que acomodarse en el triunfo: incomodarse en un éxito cotidiano porque no se ha alcanzado el nivel exigido para lo extraordinario.
Cuando un gran éxito se convierte en cotidiano y el festejo en una obligación desganada suele ocurrir que cada día que pasa se está más lejos de la excelencia que se añora y que impide, como demuestra en su libro Pieper, ser capaz de vivir una fiesta verdadera.

Foto: AP

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miércoles, abril 18, 2007

Raúl: el mismo violinista.


Tengo para mí que existen dos tipos de aficionados: los osados, que se distinguen por su capacidad para construir una teoría ante cada acontecimiento, y los prudentes, que se distinguen por tener la osadía de integrarse en alguna de las teorías construidas. Unos y otros tienen más trabajo de la cuenta en el caso de Raúl: nadie disimula sin mirar con atención al campo de fútbol.

Por ceñirme sólo a los datos objetivos, Raúl se retirará siendo uno de los futbolistas españoles con mejor palmarés y altura competitiva de la historia. Lleva tanto tiempo siendo un símbolo de un club que simboliza tanto, el paso del tiempo genera un debate que estresa por acalorado, y los posicionamientos son tan interesados como limitados. Como es una de las pocas leyes naturales que rigen en el fútbol, ese mismo tiempo es el que uno pierde al leer opiniones y buscar mensajes cifrados. Una vez más, es lo que tiene no ver más allá de la pelota.

Un experimento del “Washington Post” me llamó la atención hace poco: un afamado y virtuoso violinista, Joshua Bell, era ignorado y despreciado por el público cuando cambió los oropeles de las salas de conciertos por una estación del metro de Washington. Nadie reparó entre la muchedumbre en la estrella de la música que se humillaba y la donación al canasto alcanzó treinta dólares en hora y media. La analogía no es, ni mucho menos, exacta, pero a Raúl lo alejaron del área por diversas razones y desde entonces nadie encuentra virtuoso su camino. Como en el metro, la multitud observa con desgana su encorvado trotar y su liderazgo humilde y pasa de largo su mirada mientras se gasta el dinero en escuchar melodías dudosamente afinadas.

Quien conoce bien a Raúl sabe que el impacto del talento y el carisma debe ser independiente del salón de actos que nos acoja, por más que nos empeñemos en lo contrario. Para un jugador que ha llegado a tanto con virtudes tan intangibles, alejarlo de su hábitat físico convierte en vaporoso su juego. Raúl nunca destacó por veloz, ni por exquisito, ni por su disparo arrollador o su imparable uno contra uno. Cuando uno llega tan lejos con unos valores abstractos despierta la necesidad de los números para que los elogios sean concretos. La picardía, la astucia, el orgullo y el carácter reinan cerca de portería pero necesitan apoyo en el centro del campo.

He seguido la trayectoria de Raúl con dos convicciones: necesidades tácticas le desplazaron en el campo (un bisonte como Ronaldo requiere campo para embestir) y necesidades políticas le hicieron dedicarse a otros menesteres. Hasta tal punto que da a veces la impresión de que juega más preocupado de dialogar con unos, sonreír a otros y representar al escudo del Real Madrid que de ser el verdadero Raúl.
La táctica y la política, excusas perfectas para seguir recordando que disfrutamos de un futbolista extraordinario. La distancia entre el brillo de su figura y su pretendida decadencia es casi la misma que separa el área de la banda derecha y coincide con la que une el teatro con la estación de metro de Washington.
Foto: Marca

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miércoles, abril 11, 2007

De un tiempo a esta parte.




He leído varias veces a Valdano y a Cappa decir que el fútbol es hijo de su tiempo, y la verdad es que no puedo estar más de acuerdo. Como espejo delatador que es, acostumbra a reflejar los aspectos más exagerados de cada época, mientras los observadores del momento se exceden recordando cualquier tiempo pasado. ¿El fútbol se reinventa o los tiempos lo empujan? Quienes lo tengan claro, que se aficionen a otra cosa.

El primer fútbol internacional relatado era elitista y reservado; de puro distinguido, nunca llegaba a ordenarse. Exigía bombín y un cuidado bigote pero no tenía del todo claras sus propias reglas. Más comprometidos con las consecuencias que con la causa, aquella gente aplaudía, pero nunca llegaban a jugar. Las señas físicas frente a las típicas, el período de entreguerras tenía sus propios debates.

A mediados de siglo impera la ansiedad de ir a por el rival. Los equipos sólo se explican en la vanguardia, la conquista del corazón confrontado como metáfora del ataque por el ataque. Así existía un fútbol audaz, polarizado y politizado, la táctica civil más cercana a la militarización. Ejércitos en polainas y sobre borceguíes que defendían una bandera y recibían precisas instrucciones dentro y fuera del campo de fútbol. ¿La tensión de la época? El Este y el Oeste en lucha geográfica pero de dominio ideológico, dos planos que sólo el fútbol unía a la vez.

Como no hay guerra que cien años dure, los 60 y 70 intentaron un mundo de paz, por lo que al juego se le restó dramatismo político y le creció el colorido ambiental casi tanto como los pelos de los jugadores. Cuando el deportista descubre los beneficios del intercambio, comprende que el dinero vale más que la camiseta, y la camiseta que el resultado vale más que el dinero. Sólo así a los equipos les crecen ojos en la espalda y la identificación pasa a ser un concepto relativo.
El nuevo debate estaba servido: fútbol de ataque frente al apogeo de la defensa. Los entrenadores se dividen, los países acogen un estilo y la pelota pierde admiradores como envejecida.

Antes de que el nuevo siglo definiese la era tecnológica y del marketing, en la que uno celebra con la misma intensidad los goles de un futbolista y los de su videojuego, en la que "las identidades se atomizan" (como dijo Borges) y los colores se disipan, un genio removió los cimientos de este juego sin dar opción alguna al debate. Diseñó la defensa adelantada, la presión asfixiante contra la línea, el rombo permanente en el achique: el paradigma del juego perfecto sin balón. Pero el invento de Sacchi resultó ser como la pólvora: parecía un enorme adelanto para la Humanidad, pero hemos terminado lamentando pérdidas.

La comodidad no acostumbra a limitar con la excelencia, y cuando se fue adaptando el modelo de Sacchi todos olvidaron un detalle crucial por complejo: si su equipo atacaba, todos estaban colocados para empezar a defender, y mientras el rival dominaba la pelota, todos estaban colocados para iniciar el ataque. Es curioso como los hombres seguimos lapidando a los genios y ahora resulta que es culpa de Arrigo la distancia que ya existe entre el fútbol y el balón.
Si con la pólvora, aprendimos a matar personas, con la revolución de Sacchi el fútbol ha aprendido a matar la pelota. Salvando las distancias, lo mismo da, somos hijos de nuestro tiempo ...
Fotos: Deportista Digital, ya.com, BBC

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viernes, abril 06, 2007

¡Aguante, Diego!



Suele decirse que la repetición de una conducta instaura una costumbre, yendo más allá de la propia valoración de la misma. El escritor Berthold Auerbach lo terminó de aclarar con su fino ingenio, cuando concluyó que la novedad atrae la atención e incluso el respeto, pero la costumbre lo hace desaparecer pronto. Esta reflexión condena de raíz muchas diversiones colectivas, y la verdad es que los españoles tenemos algunas costumbres difíciles de explicar. Una de tantas, elevada a una suerte de deporte nacional, consiste en construir un pedestal de plomo, revestirlo en oro, y dedicarnos a elevar a lo más alto a quienes destacan en alguna faceta de la vida. Lo curioso es que el afán no es adulador, sino cínico, porque pocas cosas nos divierten más que tambalear entre todos nuestro pedestal y ver caer desde las alturas al ídolo popular. Así una y otra vez, y lo peor de todo es que parece entretenernos.

Confieso que no conozco tan a fondo a la sociedad argentina en su conjunto, pero sí cuento con una vaga idea sobre su modo de actuar respecto al fútbol, y aquí reside una diferencia casi sangrante. Sólo ver la preocupación sincera, el cariño y la conmoción que causa cada nueva recaída de Maradona debería hacernos reflexionar. La representación es justo la contraria: el ídolo subido al pedestal más alto jamás edificado parece luchar por saltar definitivamente al vacío mientras todos los demás le intentan disuadir e incluso tratan de amortiguar la caída con su propio cuerpo.
Lo que nos debería llevar a meditar si somos aún una sociedad troglodita, o simplemente nuestro fútbol carece de fuerza identitaria y cohesionadora.

Como tantas veces hemos dicho, el fútbol en Argentina sólo puede explicarse a partir de la pelota, como el inglés vive por y para el espectador y el español sólo se preocupa de sus jugadores. Y dado que no ha existido nadie que se haya relacionado con la pelota como lo hacía Maradona, toda la fuerza del fútbol sigue apoyándole incluso ante comportamientos personales que causan sonrojo. Tan absurdo es acercarlo al sentimiento religioso como abandonarlo a su suerte después de habernos hecho tan felices, y lo que allí son mensajes de dolor y apoyo e incluso oraciones, aquí serían cámaras ocultas tratando de captar la imagen más doliente del incauto que accedió a subir a nuestro pedestal.

Para los que viven el fútbol como algo más que un recurrente tema de conversación sin contenido, cuidar en estos momentos de Maradona es casi una obligación, porque simboliza cosas muy importantes. Primero, el número diez, el signo más cercano a la perfección; para los más histriónicos, representa lo más cercano a un Dios terrenal en los tiempos del agnosticismo convencido; y, sobre todo, Diego encarna la unión entre un pueblo y un líder, un pueblo y unos colores, y eso es lo más cercano al sentido verdadero del fútbol.
Fotos: www.maradona10.com

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