lunes, abril 25, 2011

El precio de ser uno mismo


El fútbol es una patria rectangular en la que reina el presente, imparte justicia una sacralidad esférica y las fronteras están dibujadas con cal. A sus ciudadanos se les dice que siempre tienen la razón, pero prefieren distraerse a exhibirla, y los gobernantes, elegidos por el dinero que arriesgan, seleccionan al comandante en jefe y al ejército que defenderá un estandarte y unos colores en el campo de batalla. Las más encarnizadas de las luchas siempre enfrentan ideas, convicciones colectivas, formas de entender la sociedad, a fin de cuentas, maneras de vivir. Que nadie se escandalice ni se lleve a engaño: esto es un juego en el que naciones empíricas se baten en sencillo y azaroso duelo por el instinto, la supervivencia, el orgullo de condición. Pura esencia de la historia del ser humano.


El ideario nacional de un equipo de fútbol se forja con el tiempo, se asume por todos y se defiende en un juego capaz de reunir los sentimientos de paz y los impulsos de guerra. Ese juego es cultura, porque cada uno defiende su manera de vivir, la opone a las de los demás y coloca en medio una pelota a ver qué pasa.
Todo esto porque la nación futbolística de más alto linaje vuelve a sentirse superior tras derrotar al enemigo que amenaza su supremacía. La Copa del Rey conquistada por el Real Madrid encierra toda la carga simbólica del tiempo en el fútbol: casi dos décadas y varias generaciones sin un título especial por definición, tres años de sometimiento a un Barça que golpeaba el mentón y el orgullo, cinco meses digiriendo una humillación pública a mano alzada. Tanta carga y tanto simbolismo, que da la impresión de que no ha pasado tanto tiempo, sino que se les ha hecho más largo.


Desde el primer recuerdo y hasta la última nostalgia, siempre hubo algo de reconocible en cada triunfo del Real Madrid. Estandartes erguidos, orgullo castizo de honda raigambre, el blanco sin mácula del enemigo en la contienda que defiende con fervor la honestidad de sentirse superior, y que cuando pierde da la mano como noble y fiel hermano.


En un tiempo en que el fin justifica cualquier medio y cada uno adopta las ideas que escucha en los pedestales, la patria blanca ha temido por su gloria presente y ha vendido su orgullo, su sociedad, sus convicciones y su alma al diablo, a cambio de que le devuelva a los altares y le permita recuperar sus ritos confesionales y sus ofrendas nocturnas a su diosa.


Y ahí les tienen, asomados desde el pedestal, ufanos como quien recupera lo que le han usurpado, convencidos de que el olor embriagador del metal les ayudará a calmarse y recuperar sus valores y principios, venciendo como sólo ellos saben y pueden hacerlo, estandartes erguidos, el orgullo intacto, vestidos de blanco, grandes campeones contemplados desde abajo con envidiada admiración. Hasta hace poco, uno reconocía la patria madridista cuando la tenía delante, pero le costaba identificar su temible grandeza; hoy, todos admiran un ejército blanco grande y campeón, pero cuesta reconocer en el mismo al Real Madrid, que deambula sin alma por los jardines de la gloria.


Amaral- El artista del alambre

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